Tenía todo preparado desde hacía varios meses. Por lo menos tres. Tres meses en los que, a pesar de lo que había deseado ese momento, no me sentía con fuerzas ni ganas de que llegara. Tres meses con sus respectivas noches. Noches que no me sirvieron de descanso: mis dudas no cesaban y mis pensamientos no callaban.
Y también tenía el plan diseñado desde hace timepo. Desde que me di cuenta de que no podía seguir viviendo la vida de una persona que no era yo. Me costó entenderlo —52 años exactamente— pero hay veces en las que la razón no tiene cabida. En las que es imposible llegar a la respuesta mediante un método positivista. Hasta me atrevo a confirmar que fuera de la teoría y los libros, nada responde a la racionalidad. Y hoy sé por qué. Esa última noche dormí… bueno, no dormí. La madrugada del veintitrés de mayo la pasé en el marco de la puerta de la habitación de Carmen y Manuela. Las observé sin cansarme durante horas dormir juntas en una sola cama a pesar de que el cuarto tuviera dos. Siempre hacían lo mismo. Un escalofrío me levantó los vellos de todo el cuerpo al recordar la primera vez que las tuve en los brazos en esa misma casa y lo que me impresionó poder observar en primera persona lo que la vida es capaz de hacer. Y sonreí cuando una se movió y le dio una suave patada a la otra recordando lo revoltosa que era la una y lo dormilona que era la otra. Las mañanas de reyes, las tardes en el Parque María Luisa y los cumpleaños en la cafetería del barrio de Santa Cruz… El día anterior habíamos celebrado el sexto y el último.
Saboreé el salado sabor de la lágrima en mis labios que resbaló por mi mejilla derecha. Les eché la sábana rosa de flores coloridas por encima y salí de la habitación rezando por que se convirtieran en mujeres más fuertes que la que soy yo. Una vez cerré la puerta, me llevé las manos a los ojos y susurré: “¿qué estás haciendo?”. Hiperventilé en silencio para no despertarlas y me senté en el suelo destrozada.
Entré en el dormitorio y vi la hora en el reloj despertador de mi compañera de viaje que, sin saberlo y sin merecerlo, se levantaría a la mañana siguiente con el lado derecho del asiento de tren vacío. Imaginaba su cara al despertar preocupada pues ella sabía que los sábados yo no trabajaba. Por su mente se pasaría la posibilidad de que podría estar comprando churros para desayunar pero entonces caería en la cuenta de que a Manuela no le gustan. Cogería el teléfono del salón rápidamente e intentaría localizarme pero yo ya estaría de camino a Francia para cuando ella llamara.
Le acaricié la tez morena por última vez antes de irme. Cerré los ojos y vi los suyos negros mirándome fijamente y riéndose de las tonterías que le estaría diciendo. Sin querer despertarla, pasé la yema de mis dedos por sus delgados labios que tantos besos me regalaron. Y derramé una lágrima por la única mujer que amé en mi vida. Aunque no de la forma que ella esperaba. Y yo tampoco.
Al alba, con el primer sol de mi nueva vida y con el miedo a los grises pesando en los bolsillos del pantalón, crucé la puerta de la casa que ya dejaba de ser mía arrastrando la maleta. Me pinté los labios con carmín, mirándome en el reflejo del cristal de la casapuerta, abrí el paquete de Camel y me encendí uno. La primera calada me supo a libertad. Me alejé de la casa y de Fernando para empezar a ser Ana.
Un giro precioso y una realidad que pese al tiempo actual
está poco normalizada. Buen trabajo.
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Ojalá todos tuviéramos el valor de atrevernos a ser quienes en realidad somos, como Ana. Precioso relato, enhorabuena!
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