Cuando se habla de comedias románticas (en especial, cuando se habla de Julia Roberts), La boda de mi mejor amigo (Hogan, 1997) suele ser una de las grandes olvidadas. No obstante, los años le han sentado tal y como al buen vino. Volver a verla hoy, teniendo en cuenta debates tan actuales como los clichés del género, el amor tóxico y la representación del colectivo LGTBIQ+, hace que uno se pregunte: ¿Fue esta película una adelantada a su tiempo?
En 1994, el director australiano P.J. Hogan estrenó La boda de Muriel, protagonizada por la siempre resolutiva Toni Colette (Hereditary, Puñales por la espalda). No era una comedia romántica al uso: tenía un humor sorprendentemente ácido y una protagonista cuyo carácter lindaba entre lo entrañable y el delirio más frenético. Tres años después, el cineasta nos brindó La boda de mi mejor amigo. Este filme, en parte, es heredero de su anterior trabajo; no solo por la temática (bodas), sino también por el planteamiento de ciertos personajes y por un tono que, aunque algo más edulcorado, no deja de ser menos mordaz.
La película nos cuenta la historia de Julianne «Jules» Potter (Julia Roberts), una cínica crítica gastronómica que ha recibido demasiadas puñaladas del amor. A pesar de ello, su desencanto nunca ha sido total, pues su mejor amigo de la facultad, Michael O’ Neal (Dermot Mulroney), le hizo una loca proposición durante su juventud: si a los 28 años los dos siguiesen solteros, se casarían sin pensarlo dos veces.
Una noche, Jules recibe una súbita llamada de Michael. No obstante, sus sueños se ven rápidamente truncados en cuanto su amigo le comenta que va a casarse con una joven y rica universitaria (Cameron Díaz) y que necesita que acuda a su boda para apoyarlo. Despechada, Julianne viaja a Chicago con una idea muy clara: destruir la pareja antes de que se celebre la boda. Para tal maquiavélica artimaña, contará con la ayuda de su escéptico editor y amigo George Downes (Rupert Everett).
En primer lugar, conviene comentar que ver a Julia Roberts en un papel como este resulta, cuanto menos, chocante. Que la apodada como «la novia de América» se preste a interpretar un papel tan antitético a sus roles habituales (la chica dulce y risueña) de películas como Pretty Woman (Marshall, 1990), Hook (Spielberg, 1991) o Novia a la fuga (Marshall, 1999), convierte a este largometraje en una bocanada de aire fresco para su carrera y le brinda la posibilidad de reírse de ella misma.
Julianne es un personaje que, en primera instancia, nos cae bien. Es una mujer herida por el desamor, tiene un amigo de la juventud del que sigue enamorada y… ¡es Julia Roberts! ¿Cómo nos va a caer mal? ¿Le apetece arruinar una boda? La apoyamos. ¿Quiere conquistar a su amigo Michael? Claro que sí, le hizo una promesa y merecen estar juntos. ¿No soporta al personaje de Cameron Díaz nada más verla? Nosotros también la odiamos.
De forma muy inteligente, al situarnos bajo el punto de vista de Jules, la película nos hace creer que ella tiene total potestad para hacer lo que sea, con tal de conseguir su ansiado final feliz. Pero, conforme avanza el metraje, las acciones de Jules se vuelven cada vez más cuestionables: miente, manipula, malmete, orquesta situaciones realmente incómodas… Y, pese a todo ello, Julia Roberts consigue aportarle suficientes matices interpretativos como para que el personaje no resulte una completa villana. Es evidente que Jules no es más que una víctima del cuento de la «media naranja». Creer que una persona está destinada a ser tu alma gemela y que, si alguien se interpone en vuestro camino, merece ser eliminado, es una evidente consecuencia del amor tóxico, de la obsesión más enfermiza y paranoide.
Pese a todo lo anteriormente mencionado, la actitud de oveja descarriada del personaje, su humor mezquino, las estrambóticas situaciones en las que se enreda y, por supuesto, su cambio de parecer en el tercer acto, convierten a Jules en uno de los personajes más tridimensionales y humanos interpretados por esta actriz ganadora del Oscar por Erin Brokovich (Soderbergh, 2000).
El resto de personajes de la cinta no queda muy atrás en cuanto a «mimos» del guion: desde dos damas de honor verdaderamente insoportables, pasando por unos suegros que no saben de la misa la mitad, hasta un botones empático interpretado por el entonces desconocido Paul Giamatti.
Cameron Díaz como Kimberly «Kimmy» Wallace es otro personaje que, al igual que el de Roberts, subvierte las convenciones del género. Normalmente, en un triángulo amoroso, la tercera en discordia suele ser un personaje repelente, antipático o, directamente, perverso. Aunque en primera instancia, Kim puede parecer una universitaria pánfila, pija e insoportable, rápidamente nos damos cuenta de que los prejuicios de Jules contra ella no son más que un intento para justificar sus terribles acciones. Kim es dulce, encantadora (la escena del karaoke ejemplifica perfectamente ese carisma instantáneo que desprende Díaz) y ama genuinamente a Michael. Y por ello, por ese aura de perfección que contrasta perfectamente con la personalidad más despreocupada de Jules, ésta la odia profundamente.
Sin embargo, el personaje que roba cada plano, cada instante que está pantalla, es el insuperable George Downes. Rupert Everett consiguió dos nominaciones a Mejor Actor de Reparto (una de los BAFTA, y otra, de los Globos de Oro) por su rol en este film. En un principio iba a tener un papel mucho menor y se barajaban nombres como Benicio del Toro. Afortunadamente, el elegido terminó siendo el intérprete británico.
George es, con creces, el personaje más «equilibrado» de la película. Es culto, elegante, muy muy británico y el Pepito Grillo particular de Julianne. Ciertamente, ya en los 90, comedias hollywoodienses como la desternillante Una jaula de grillos (Nichols, 1996) o In & Out (Oz, 1997) estaban comenzando a visibilizar a personajes homosexuales. Pero, en muchos casos, eran personajes que cumplían roles histriónicos o de alivio cómico. Sin embargo, ¿cuántos personajes gays de aquel momento ostentaban el rol de brújula moral de una protagonista?
Si bien es cierto que George tiene momentos de celebración de su pluma (cuando finge ser heterosexual, da pie a algunas reacciones tronchantes) y más de un comentario chistoso y ocurrente, no es un personaje que rezume carisma por ser simplemente «el amigo gay gracioso». Es querido por el público porque se enfatiza en sus interacciones con Jules, en su relación de amor puramente platónico, en su apoyo moral y consejos… Tiene algunas de las frases más memorables y sensatas del filme:
“¿De verdad le quieres? ¿O es sólo que no soportas perderlo?»
«¡¿Y a ti quién te persigue?! ¡¡No eres la elegida!! Tienes una oportunidad de hacer lo correcto»
Por todo ello, la audiencia de entonces y ahora cae rendida a los pie del inglés. Y no es algo que comente a la ligera pues, originalmente, el fantástico final por el que la película es conocida no sucedía como tal. A los espectadores de las test screenings (proyecciones de prueba) no les convenció y demandaron un final que incluyese a George. Así, obtuvimos un ingenioso desenlace que no me atreveré a destripar, pero del que gran parte de su fuerza emocional reside en la química entre Roberts y Everett.
Conviene aclarar que, si esta película ha sido elegida para el especial de junio, es porque recordaba a George como un personaje entrañable y escrito con sumo mimo. Volver a visionar la película y toparse con un personaje gay cuya personalidad no es «ser gay» (error muy común en la ficción de la época, hasta el punto de que Los Simpson lo parodiaron en un episodio), sino un papel con variedad de registros (dramático, furioso, jovial, sarcástico, incómodo…) y matices resulta en una de las principales razones para explicar el buen envejecimiento del film.
Por otra parte, en términos de dirección, la película destaca por encima del promedio de comedias románticas. Mientras que muchas de éstas resultan, a menudo, «televisivas» y previsibles (gran cantidad de planos medios y generales, composición poco inspirada, etc), Hogan consigue dotar a la película de suficiente identidad visual como para que resulte resaltable.
Ejemplo de ello es la tensa escena en el ascensor entre Cameron Díaz y Julia Roberts. Para transmitir la sensación de agobio y claustrofobia por la que pasa el personaje de Jules, Hogan coloca la cámara en un punto de vista específico: en primera persona. Vemos a través de los ojos de la protagonista, observando un minúsculo espacio por el que ella da vueltas y vueltas, mientras el personaje de Díaz escupe una insufrible verborrea.
Otro ejemplo de un exquisito gusto para la composición es un plano concreto durante la escena del karaoke: Hogan compone usando la regla de los tercios y ubica a los actores en distintos términos del plano. Así, los dos amigos se encuentran en primer término y en dos puntos fuertes, mientras que la prometida desubicada se encuentra en segundo término y en el centro de la imagen. En consecuencia, el director nos está remarcando visualmente la conexión emocional entre Michael y Julianne y el distanciamiento parcial de Kim.
Así mismo, la película cuenta con algunas secuencias muy memorables (como la persecución que marca la transición del segundo al tercer acto) y escenas concretas que no solo han calado en la cultura pop, sino que también se perciben como deudoras de grandes clásicos del género. Por concretar aún más, recomiendo especial atención a la escena en la que Jules y Michael conversan, mientras permanecen a bordo de un ferry que atraviesa el río Chicago. En ese instante, tanto las interpretaciones, como los planos seleccionados por el montaje y la banda sonora de James Newton Howard se convierten en ecos del cine romántico de los años 40. La película querrá desafiar los tropos del género, pero tiene claro qué y qué no homenajear.
Pero, si hablamos de instantes para el recuerdo, la escena que mejor ejemplifica esto es el archiconocido almuerzo en el restaurante. Para quienes aún no habéis tenido la oportunidad de ver la película, me ahorro el destripe. Solo conviene mencionar que implica al personaje de George, a toda la familia de Kim Wallace y a una canción de Aretha Franklin. Es un momento muy divertido, que transmite un entusiasmo contagioso y que roza los límites de la parodia con respecto a momentos musicales en este tipo de pelis.
Y, por supuesto, la creatividad de P.J. Hogan y las fantásticas interpretaciones quedarían completamente desarticuladas ante un mal guion. Por suerte, Ronald Bass, coguionista de Rain Man (Levinson, 1988) y Quédate a mi lado (Columbus, 1998), firma un libreto plagado de diálogos avispados, situaciones disparatadas y un final absolutamente brillante.
Los actores enuncian sus líneas con una velocidad pasmosa; algo que sonrojará a más de un amante de la screwball comedy (comedias centradas en la guerra de sexos, con diálogos rápidos y situaciones extravagantes entre sus protagonistas. Ejemplos: La fiera de mi niña o Sucedió una noche). Ciertas dinámicas entre personajes se tornan particularmente emotivas (varias de las confesiones entre Jules y George o la breve conversación con el botones), mientras que otras resultan tan desternillantes como absurdas. Por ejemplo, un diálogo entre Díaz y Roberts que implica, como analogía, una gelatina y una crème brûlée. Me niego a desvelar en qué contexto y cómo se dice, porque merece la pena oírlo…
En resumen, por cómo deconstruye las claves narrativas del cine romántico (el triángulo amoroso, la ruptura y la persecución en el tercer acto, la mentira como elemento beneficioso, momentos musicales forzados, etc), por cómo nos hace reflexionar sobre nuestra actitud hacia quien amamos y por cómo plantea a un personaje homosexual sin caer en estereotipos ofensivos ni resultar condescendiente, La boda de mi mejor amigo (Hogan, 1997) debería ser recordada con bastante más frecuencia.
Teniendo en cuenta la enorme cantidad de romcoms actuales que se autoproclaman como «antirrománticas«, como 500 días juntos (Webb, 2009), Mejor solteras (Ditter, 2016), Don Jon (Gordon-Levitt, 2013) o El lado bueno de las cosas (Russell, 2012), convendría no perder de vista a esta «antecesora». Es como paladear una buena crème brûlée; o quizás, una jugosa gelatina… En cualquier caso, un plato dulce, que no empalagoso.
Valoración de la película
Una joya infravalorada. Cuenta con unos diálogos vibrantes e irónicos, unas interpretaciones carismáticas y unos temas que, en muchos aspectos, se adelantaron a su época. El final es, probablemente, uno de los mejores que ha tenido el género en las últimas décadas. Recomendable para los amantes de las romcoms y para los que las ven con una mirada más cínica; ambas partes quedarán más que satisfechas.