Años 90. La época dorada del western había terminado varias décadas atrás. Bailando con lobos (Costner, 1990) recuperó el género y Clint Eastwood lo reinventó.
Sin Perdón (Eastwood, 1992) no es importante por las muescas que tiene en su revólver, sino por lo que significó para el género western en su momento: un completo cambio de paradigma.
Todos tenemos una idea preconcebida en torno al género: cazarrecompensas, caballos, asaltos a diligencias, duelos, indios, sheriffs, el saloon… Incluso el que ha visto muy pocas (por no decir ninguna), sabe más o menos a qué se expondrá con una película de vaqueros. Y no es de extrañar porque, aunque sea por parodias o pura “ósmosis cultural”, todos hemos visto alguna imagen icónica de estos filmes. Podemos darle las gracias a directores como John Ford (La diligencia, Centauros del desierto), John Sturges (Los siete magníficos, Duelo de titanes) o Howard Hawks (Río Bravo); y a actores como James Stewart, Henry Fonda, Gary Cooper y, por supuesto, a John Wayne (actor fetiche de Ford). Sin embargo, Sin Perdón le da la vuelta a todas estas cuestiones.
El film de Eastwood es una deconstrucción de los tropos del género. Esto, de partida, no suena novedoso: ya hubo cintas durante la etapa clásica que se salían de los esquemas. Raíces profundas (Stevens, 1953) cuenta la historia de un cowboy con un pasado turbio y que se resiste a empuñar un arma de nuevo, hasta que las circunstancias de una familia de granjeros lo obligan a volver a entrar en la espiral de violencia.
Valor de ley (1969) nos muestra a un John Wayne viejo, borracho y cascarrabias, que en su momento fue una leyenda, pero que ahora no es ni la sombra de lo que era. Grupo salvaje (Peckinpah, 1969) va de un grupo de forajidos cafres, quienes terminan dándose cuenta de que no tienen cabida en una nación que ha derivado a la civilización. Y El hombre que mató a Liberty Valance (Ford, 1962) contrapone precisamente a esas dos visiones: el arcaico y violento Salvaje Oeste, encarnado en el personaje de John Wayne, y la nueva sociedad estadounidense construida en torno a leyes y valores democráticos, encarnada en James Stewart.
Sin embargo, Clint Eastwood y David W. Peoples (el guionista) toman elementos de todas aquellas (sobre todo, en términos de tono) y los reformulan para crear algo totalmente nuevo. El resultado final es una película que destila cierto aroma familiar para los aficionados y nostálgicos del género pero que, a su vez, nos muestra el Wild West como nunca antes lo habíamos visto: gris, amargo y con un realismo que resulta hasta chocante.
Ya desde el inicio vemos a William Munny (Eastwood) enfermo, revolcado en el barro con los cerdos de su granja y cayéndose del caballo. La película nos está dejando su declaración de intenciones… ¿En qué otra película habíamos visto a un vaquero protagonista con dificultades para subir a lomos de su corcel?
Con los tiroteos, ocurre algo muy similar: las balas vuelan en todas las direcciones, pero rara vez dan en su objetivo, y las muertes son entre poco y nada espectaculares (incluso un personaje muere en el retrete). Un vaquero más joven, que parece actuar como el avatar del espectador y que acompaña a Munny en su aventura, le pregunta sobre si los duelos eran tan horrendos y desconcertantes en su época. Ante esto, el personaje de Eastwood responde: “No lo recuerdo, solía estar siempre borracho…”
La desmitificación continúa hasta en la escenografía. Vemos localizaciones tan trilladas como los interiores de un tren, una taberna o la oficina del sheriff. Sin embargo, en muchas ocasiones, estos espacios son filmados entre sombras, como la propia historia que nos están contando. Creo que la escena que mejor ejemplifica esto es el ya mítico desenlace en la taberna… En consecuencia, la escenografía guarda una conexión temática con el tono y argumento del filme.
A pesar de esto, en la película pueden vislumbrarse ciertos atisbos de luz y optimismo, empezando por los escenarios naturales. Contemplamos desde verdes praderas y rocosos desfiladeros, hasta preciosos atardeceres que sonrojarían al mismísimo John Ford. La fotografía de Jack N. Green, quien ya trabajó con Eastwood en El sargento de hierro (1986) y repetiría en Los puentes de Madison (1995), es sencillamente impecable.
Pero no es una película que resulte interesante únicamente desde un punto de vista técnico o de guion, también resulta apasionante por la dirección de actores. Solo con los cuatro nombres que aparecen en el poster tendría para escribir un ensayo de la complejidad y matices de cada personaje. Me limitaré a resumir cada uno de ellos en un par de frases.
Clint Eastwood interpreta a un vaquero lánguido y malhumorado, que antaño fue un despiadado criminal (lo describen como “William Munny, el asesino de niños y mujeres”). Solo Clint, desde su madurez, podría interpretar a un personaje como este: débil y en el ocaso de su larga vida, pero que es capaz de armarse de rudeza y mala leche cuando alguien comete el error de “tocar” a sus seres queridos.
Morgan Freeman interpreta al viejo socio de Munny, actuando como su brújula moral, con la sobriedad interpretativa y calidez humana a la que este actor nos tiene tan acostumbrados.
Richard Harris interpreta a Bob “el Inglés”, un cazarrecompensas fanfarrón pero con el que estableces una inmediata complicidad. De hecho, pese a que la cinta expone varias frases y discursos icónicos, el monólogo que más avispado resulta para este espectador corre a cargo del británico. No quiero destriparlo, pero hace alusión a la diferencia entre asesinar a un presidente o a una reina…
Y, por supuesto, el rey absoluto de la función es Gene Hackman (ganador del Oscar a Mejor Actor de Reparto), quien encarna a Little Bill, el implacable sheriff del pueblo que está dispuesto a hacer lo que sea con tal de imponer su autoridad. Sería fácil reducirlo a un simple villano, y aunque tiene momentos de absoluta crueldad, Hackman consigue interpretarlo con una actitud lo suficientemente campechana como para que (al principio) te resulte simpático. Particularmente, la escena en la que desmonta hazañas y leyendas de cowboys a un cronista, en su tan artesanal como torcida cabaña, ilustra muy bien todos los detalles de este siempre brillante intérprete.
En resumen, por una historia crepuscular y cruda sobre el Salvaje Oeste, por unas interpretaciones para el recuerdo, por una puesta en escena cuidada y, sobre todo, por revisitar el mito del cowboy con una visión tan iconoclasta como nostálgica, Clint Eastwood nos brindó (irónicamente) una de las películas más emblemáticas del género. A día de hoy, cuesta encontrar westerns que puedan hacerle sombra. No me tiembla el pulso al afirmar que es una obra maestra y que la recomiendo encarecidamente. Cierro con unas palabras de William Munny:
“Matar a un hombre es algo despreciable. Le quitas todo lo que tiene, y todo lo que podría llegar a tener”.
Valoración de la película
Uno de los mejores western de la historia. Un visionado imprescindible, tanto para los amantes del género como para los más escépticos.